¿Destitución o nueva Constitución?
Por Eduardo J. Vior *
En la primera Carta Abierta firmada por más de 1200 intelectuales y académicos se sostuvo que “un clima destituyente se ha instalado que ha sido considerado con la categoría de golpismo”. No se trataría de un golpe militar, sino de uno parlamentario, impulsado por la ofensiva ruralista y los medios más concentrados. Esta intentona no ha cejado ni debe esperarse que cese, porque más que por las retenciones móviles se está disputando el poder sobre el futuro de la República: o un modelo colombiano o una Patria para todas y todos.
Detenerse es retroceder.
Contra los intentos destituyentes son ineficaces las maniobras reinstituyentes, tratar de volver a la “normalidad”. Sólo resta la alternativa constituyente. Los variados intentos de administrar la crisis haciendo concesiones de fondo, para salvar las instituciones republicanas, están condenados al fracaso, porque la Nueva Derecha va más allá de las retenciones hacia la toma del poder, para instaurar un modelo exportador sin control estatal, oligárquico, que acabe con la política de derechos humanos, criminalice la protesta social y nos alinee con los Estados Unidos.
La única posibilidad del campo nacional, popular y progresista es retomar la iniciativa con una fuerte política distribucionista, para recuperar la confianza popular, hoy retraída, e imponer la agenda de las reformas constitucionales que nuestra patria se debe desde 1955.
No se busquen aquí reflexiones jurídicas no pertinentes. Que de ello se ocupen los constitucionalistas. La teoría y la experiencia históricas y políticas enseñan que una buena Constitución es una equilibrada combinación de un pacto de gobernabilidad durable que refleje los intereses y demandas del 90 por ciento de la población con un proyecto de Nación que dé forma jurídica a los valores, normas, símbolos y la estrategia del acuerdo político amplio que el pueblo ratifique democráticamente.Este no es el caso de la Constitución nacional emparchada en 1994. Argentina no tiene una sino dos constituciones: la Declaración de Derechos y Garantías inserta en la primera parte (que por una curiosa interpretación de fines del siglo XIX es meramente declarativa, al contrario de los capítulos correspondientes en las principales constituciones democráticas del mundo) expresa el proyecto nacional de las fuerzas que asaltaron el poder en 1853 y está en franca contradicción con los tratados y convenciones de derechos humanos incluidos en el art. 75, inciso 22 (facultades del Congreso de la Nación) por la Reforma de 1994. Los derechos humanos fueron incluidos, pero en la cucha del perro. Dos visiones del mundo contrapuestas resultan en dos constituciones diferentes en el mismo texto. Todo queda librado a la interpretación. Cabe al poder decidir por el ultraliberalismo o los derechos humanos.
Para ser creíble, respetada, amada y seguida por las y los habitantes de la República, la Constitución debe ser objetiva, estable, flexible y simple. Objetiva, para que todas y todos entiendan hacia dónde marcha la Nación y se persuadan de la corrección de los fines propuestos. Una Constitución efectiva debe incluir, además de un capítulo de derechos y garantías de aplicación inmediata, uno con la enunciación de los fines del Estado. El proyecto nacional, popular y progresista mayoritariamente ratificado en octubre pasado los tiene claros: construir la unidad sudamericana, un Estado fuerte orientado por los derechos humanos, una democracia representativa y participativa, una sociedad justa y solidaria y un federalismo armónico que combine la conducción del Estado nacional con el respeto por la diversidad. Estos fines deberían ser explicitados como bases de los Acuerdos del Bicentenario.La Constitución nacional debe ser estable, para que toda y todo habitante de la República y la comunidad internacional sepan a qué atenerse. Una Constitución que cambiara a menudo no sería confiable. Sin embargo, también debe ser flexible, porque, para ser creíble, los acuerdos reflejados en ella y las metas propuestas deben ser sentidos y percibidos por el pueblo como realistas. Una Constitución cuya fórmula de gobernabilidad no refleje la realidad es una invitación a violarla permanentemente y a actuar “como si”, los dos principales males de las instituciones argentinas.
El texto constitucional debe por consiguiente ser totalmente reformable, cuando por lo menos dos tercios del electorado quieran ajustarlo a un entorno cambiante. Las reglas de gobierno y la imagen de la Nación Argentina compartidas por la enorme mayoría de la población se han modificado desde 1853. Estos cambios deben reflejarse en la Constitución.La Constitución nacional debe, finalmente, ser simple, para ser comprendida y amada por todas y todos los habitantes. Debe prescindir de disposiciones farragosas que sólo producen cortinas de humo que esconden acuerdos espurios. Sus capítulos de derechos y garantías, de fines del Estado y su organización, sus disposiciones sobre el régimen financiero y sobre los partidos políticos y las elecciones deben ser breves, claras, coherentes y pertinentes, para que todas y todos puedan vigilar y asegurar su aplicación. Las disposiciones sobre el funcionamiento institucional deberían dejarse para leyes orgánicas especiales a promulgarse en los diez años siguientes.
Quizá suene utópico proponer la reforma total de la Constitución como salida a la crisis de gobernabilidad, pero las utopías alimentan los sueños que enamoran a los seres humanos para que transformen el mundo. Si nos quedamos en las discusiones pequeñas con las que pretenden empantanarnos, retrocederemos. Sólo imponiendo para 2010 la agenda de reformas constitucionales, se satisfarán las esperanzas que el pueblo puso en este proyecto nacional, popular y progresista.* Doctor en Ciencia Política, Universidad de Giessen (Alemania); profesor de la Universidad Nacional de Jujuy; integrante del espacio Carta Abierta.